viernes, 17 de octubre de 2014

Habrá policías y no queremos que los maltraten.


Del profundo territorio del analfabetismo en la Mixteca poblana, el niño Isaías Cruz Zúñiga, obstinado, alcanzó la educación superior orientado por una ilusión que sin duda era mejor que la realidad. Aquí recuerda sus aventuras que terminan en la Normal Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero, la primera parte de una larga historia de magisterio en las sierras poblanas, antes de jubilarse para vivir el fruto de su trabajo en su confortable casa de la ciudad de Puebla, en compañía de su esposa e hijos.

Nací en un ranchito del municipio de Tehuitzingo, estado de Puebla, llamado Santa Cruz Boqueroncito. Se conoce que es la mixteca baja. Todas las épocas que pasaron, nadie que se recuerde tuvo la oportunidad de llegar a unas aulas. Vamos a hablar que nací en 1940 y de ahí, al 48, cuando llegó un pariente que trabajaba en la carretera, en aquel entonces la Panamericana, llegó por Matamoros y Tehuitzingo. A cuatro kilómetros está mi ranchito. Hasta ahí llegó y tuvo una plática con la gente del pueblo e invitó a quienes desearan que sus hijos salieran a estudiar. Para eso, supongo que él narró y explicó la forma en que uno le iba a hacer. Después de esa situación dijo que iba a dar becas para los hijos de Santa Cruz Boqueroncito, y por casualidad, como niños y todo, yo tenía exactamente ocho años, no cumplidos, porque nací el 7 de noviembre. Me llamaron y me preguntaron. Dije que sí, que sí quería yo ir.

Como niño, algo hermoso también. Recuerdo que mi madre sólo daba café, una sola vez. En una ocasión llegaron personas a caballo, bien vestidos. A pesar de que mi padre usaba calzón y cotón de manta, pero también tenía buenos caballos, buenos trajes, pero yo siento que por la falta de estudios no supo administrarlo, no supo educar a sus hijos. En esa ocasión era un miércoles, mi madre salió y dijo que ya estaba el desayuno, que pasara ya con sus amigos. Llegaron a la mesa y que voy viendo: tendieron queso, pan, chocolate, todo…  ¿Por qué? pregunté a mi madre, por qué todo eso. “Cállate, que no escuchen los señores”. Es probable que yo haya entendido eso. Me callé. Eran ganaderos, comerciantes y visitaban a mi padre. Y siempre había cosas para ellos.

Recuerdo que me daban en la comida un plato de frijoles donde ponían tu sopita, le daban a uno una memela gordota, que les daban también a los perros. Comíamos con la mano, quizás no había cucharas, pero comíamos con la mano. Tal vez la falta de costumbre. Solamente la cucharas grandes con las que hacía la comida. También recuerdo que en esa región se toma mucho el caldo de pollo que allá le llamamos chilate, le ponen una bolita de masa, la cuelan con la coladera y ya suelta lo que sale de la masa. Es un caldo muy sabroso. Es probable de que no tuviera mi madre cucharas, pero recuerdo que comíamos así, con  las manos.

Mis abuelos no. Nací después. Por señas mi abuelita, la madre de mi madre. Sólo recuerdo que había mucho respeto, no se usaba que se hiciera alguna guasa con ellos, sólo se les llamaba como abuelitos, “papá grande, mamá grande”. En este caso era Mama Linda, mamá Herlinda. El papá de mi madre era Bonifacio. Los padres de mi padre ya no los conocí.

Algo muy especial también fue mi padre. Tuvo su primera esposa y con ella tuvo doce hijos. Fallece su primera esposa y se casa con mi madre, de escasos trece años y supongo que mi padre unos cincuenta, cincuenta y cinco años, y con ella fuimos otros doce. De esos doce yo fui el último. O sea que, tomando en cuenta todos, yo soy el hijo veinticuatro. Los recuerdos que tengo de mi padre son los del cura Hidalgo, sólo con la coronilla de pelo, y no murió pronto. Mi padre murió de 125 años, hace poco, en 1977, por ahí así. Y mi madre muere de 96 años hace como dos años. Ahorita tengo exactamente un hermano que debe tener 100 años, el primer hijo de mi padre. Todavía vive.

Fue cuando llegó ese paisano que después supe que era hijo del rancho, pariente, y que se dedicó a trabajar en la carretera internacional. Estudió por su cuenta como profe, después estudió economía, era licenciado, y en ese entonces supongo que funcionaba como maestro. Él fue a invitar a la gente que deseara enviar a estudiar a sus hijos y yo por casualidad andaba por ahí donde se hacían las juntas, junto a un esquite muy grande. A mí se me llamó y me preguntaron si quería estudiar y dije que sí. Fui el primero que me anoté. Después llamaron a otros y así se hizo un grupo. Éramos tres: yo, Eufemio y Hermelinda. Nos fuimos a Zacapoaxtla, a un internado de primera enseñanza. El colegio Pedro Molina Córdoba, en un barrio de Zacapoaxtla.

Cuando salimos de la casa recuerdo que yo traía unos huarachitos de Tehuitzingo, y el maestro me compró unos zapatitos, me compró un sombrero; por cierto que eran unos zapatos amarillos y rechinaban mucho, de esas mata víbora. Como no estaba acostumbrado los tiré, pero hacía mucho frío. Era 1948, brotaban los honguitos y me gustaba tronarlos con el pie. El talón se me abrió, se me agrietó.

La escuela era militarizada y ahí nos dieron todo. Ropa interior, zapatos, pantalones y camisa, pero militar. Kepí, la gorra, también. Fue una época bonita. Recuerdo que durante el primer año todavía me bañaron las afanadoras, ya de segundo para arriba uno tenía que bañarse. Pero sí nos daban ropa y comida, pobre, pero buena. La disciplina militar, nos daban armas sin cartuchos, pero para limpiar las armas. En tercero ya éramos peritos en armas. Claro que muchos,  como no nos llenábamos, salíamos con los amigos a ver qué.
En ese entonces, estoy hablando del 48, no había todavía edades para estudiar. Si yo tenía ocho años, había jóvenes de 18, 19, 20 años, compañeros míos. El asunto ahí era estudiar. Gobernaba don Manuel Ávila Camacho, que prometió que en su periodo iba a erradicar el analfabetismo e intentó cosas muy buenas. Estábamos muy orgullosos, en los desfiles se hacían en Zacapoaxtla grandes fiestas, bandas de guerra y todo, era el internado número 19 que sonaba en todas las calles, y aplausos y confeti para todos. Nomás un piquete o un culatazo y derechito, párase como debe, derechito al comer, sin pegar la cuchara al plato y bueno, normas muy estrictas. Sí aprendimos.

Cuando estaba uno en la mesa, los grandes te quitaban tu pan, tu tortilla, tus frijoles y quédate callado. Y si no te gusta, pues, golpes. Así era. Cuando nos cansábamos de eso nos defendíamos, y nos íbamos a los ciruelos a darnos hasta por debajo de la lengua. Una cosa hermosa, hermosa. Había uno que siempre me molestaba, porque era chaparrito. Me quitaba mis trompos, mis canicas, mis yoyos, mis baleros, todo me quitaba. En una ocasión, como dos años después, íbamos en las escaleras y que me pega en la espalda. Me regreso y le pego en el ojo. Daba unos gritos horribles y rueda por las escaleras. “Síguelo”, dijeron, “pégale, pégale”. “Ya no me pegues, manito. Ya no...” Le pegué duro y duro hasta que me lo quitaron. Santo remedio. Después “qué pasó ¿eh?”, “No, no quiero nada contigo”. Son cosas tan hermosas ¿verdad?
En tiempo de muertos llegábamos con nuestros diccionarios a las casa de los nativos de ahí, pedíamos permiso, y empezábamos a decir cosas con el diccionario en mano, cualquier cosa, y al fin nos persignábamos. Y así nos regalaban tamales, elotes y montón de cosas que hacen ahí. Chayotes buenísimos, de esos peludos. Llegábamos a la escuela y a guardar cada quien sus alimentos, para los momentos críticos del hambre. Era puro juego, puro relajo.

Un maestro nos decía: “Hijos cuando se vayan a trabajar a los pueblos indígenas, van a encontrar a la gente nativa, así como es, edúquenla bien, o si no, déjenla así, porque si lo dejan a medias los vuelven ladinos y ese te va a matar.”

En el internado estuve del 48 al 53, seis años, la primaria. De ahí regresé a la casa, como cada año. Una vez al año, por la falta de economía, porque mi padre no sabía o qué. Jamás me fueron a ver, jamás me fueron a visitar. Había padres que iban a ver sus hijos, les llevaban pos que una frutita, centavos, a mí jamás. A nosotros nos daban “Pre”, un dinerito en el internado, eso me lo guardaba y me compraba mis golosinas favoritas, la leche Nestlé condensada, le hacíamos dos hoyitos y a tomarla. Cuando terminé en 53, una persona del rancho se afanó y se propuso meterle a mi padre que no tenía que seguir estudiando. “¿Cual es la razón?”, preguntaba mi padre. “La razón es que tú ya estás viejo. No te das cuenta que estás viejo. Y no te das cuenta que Isaías es el más chico y es hombre, déjale las tierras, los bueyes, la casa, todo y que se haga cargo de ti. Ya terminó la primaria y es un jovencito -tenía trece, catorce años-. Enséñale a surcar y que cultive la tierra. Él te va a mantener”. “¡´Tas loco, Samuel!” “Haz lo que te digo”. Se fue el señor Samuel, que le decían el Ché, y mi padre nos llamó a mí y a mis hermanos que quedaban solteros y nos dice: “ya no se va a ir Isaías”. ¿Por qué? “Porque lo que dice en Ché es correcto, ¿quién va a ver por tu madre, por mí, que estoy viejo?” Y me dice a mí: “ya sabes, Vale –la palabra allí es Vale-, no tienes permiso, hasta ahí llegaste”. Yo lloraba y le pedía a mi mamá. “No, mi hijo, que te vas a ir”. No, no...

Afortunadamente nos daban orientación en el internado, por lo que yo tenía conocimiento de que existían en la república mexicana otras escuelas, entre ellas las Normales, como maestros, que eran internados y que yo tenía la posibilidad de hacer mi examen y adquirir una beca, porque mi padre nunca me hubiera enviado a una particular. En cierta forma le perdí cariño a los padres, a los hermanos. Hasta la fecha yo no tengo amistad con ellos, algunos me ven como enemigo. Y pues “que no te vas”. Y no era de que contestes: agacharse y escuchar. Había un sobrino como dos años mayor que yo, hijo de un primo hermano mío, que estaba en la Normal de Tenería, en Toluca. Un domingo que se hacen las plazas en Tehuitzingo, fui con mi madre en burro al mercado, ella en el fuste y yo en ancas. Llegamos y como chavos empezamos a platicar. Él estaba estudiando la secundaria allá. “No te apures, te vas conmigo”. Su papá que nos oye, y dice “qué pasa”. Le platiqué. “No, mi tío no tiene razón, Isaías, sí te vas a ir”. Fue y habló con mi padre y le respondió: “mira, hijo, te quiero mucho, pero mi decisión es que no se va”. “Pero tío, tiene que estudiar, no tienes a ninguno estudiado”. “Di lo que quieras, pero no se va”.

 Al domingo siguiente fui a su casa y nos pusimos de acuerdo. “Mira, pasado mañana te vienes con lo que traigas, te vienes con tus  papeles y yo te voy a dar para el pasaje, y te vas con Abdón, mi sobrino.” Al tercer día agarré lo que pude y tomamos el camión a Puebla, después a México y de México a Toluca.
Pocos meses duré en Toluca, donde me aceptaron en el internado, porque surgió un movimiento político que nunca entendí. Me vi envuelto en una serie de hechos que para no hacerla larga me sacaron de la escuela. Junto con todos los líderes y adherentes fuimos expulsados de la escuela y enviados a la calle. ¿Qué hago? Me fui a buscar a mi pariente a la ciudad de México.

Lo que a mí me sorprende -interviene su esposa, doña Hilda Juárez-  es que, cómo es posible que él, siendo un niño de siete años cuando conoció a su pariente Joaquín, cómo es posible que se acordara que trabajaba en la presidencia de la república,  como Dios le ilumina para que se pueda acordar de la cara de Joaquín. Sale de Tenería sin dinero, más que el puro pasaje para llegar a México y, habiendo tantas puertas en Palacio Nacional,  cómo se pone en la que Joaquín tiene que cruzar para salir de ahí. Nada más vea ¿no? No fue coincidencia. Era un niño cuando lo vio y ahora lo encontraba en la ciudad de México  –prosigue el profesor Isaías:

Cuando dijeron: “esos jóvenes, cincuenta, sesenta, están fuera de la Normal”, entre esa gente iba yo. Mi pariente Joaquín se apiada de mí y me lleva a su casa, donde tenía una beba, pues estaba recién casado y le dice a su esposa, “mira, traigo un paisano”. Y da la esposa el jalón a la puerta, nunca salió la señora, la jovencita, y bueno. Me dio frijolitos, tortillas, puso unos chiles y “come bien, porque te vas a ir en este momento”. Comí, después de comer “a bañarte, ahí está la camisa”, la misma ropa. Ya estoy listo. Me agarró de la mano y nos fuimos a Manuel Doblado, que era la calle donde salían para Acapulco. Estando ahí me compra el boleto y me dice: “sabes qué, te vas a ir y como a la cuatro vas a llegar a Chilpancingo, ahí te vas a bajar. No te vayas a salir luego porque es de noche, es peligroso todavía, espera que amanezca y luego te sales. Buscas Las Gacelas, unas camionetas muy bonitas (como las Suburban ahora) y te vas a Tixtla”. Me recomendó con todos hasta que le dijeron “ya señor, ya déjelo ir, no se preocupe”.


Normal de Ayotzinapa

Voy a Ayotzinapa. “Sí, es lo mismo”. Pero es que voy a presentar examen. “Ya, siéntate”. Atrás, no me fijé, venían más personas que iban a la Normal. “Ya, bájate, aquí es”. Pero yo voy a la Normal. “Aquí es”. Pues me bajo y allá abajo del cerro estaban unas casitas. Ahí voy. Llegué a la Normal y era una escuela muy bonita. Es una exhacienda. Llegué y ya estaba lleno, todos iban a hacer examen. “Llegas a la Normal y vas directamente a la Dirección y le dices al director que quieres presentar examen, le suplicas, le ruegas pero que te anoten en las listas”, me había dicho mi pariente. Lo primero que hice, pero un profe me paró “¿a dónde vas tú?” No, pues voy a hablar con el director. “¿Y tú qué cosa?”. No, es que no estoy anotado y quiero presentar examen. “No, vete, tú no vas a ningún lado”. En eso oye el director “¿qué pasa, profesor?”, pregunta. “Pues aquí hay un niño que dice que quiere platicar con usted, pero no está anotado”. “Déjalo que pase. Qué pasó siéntate. ¿No vienes con nadie?” No… Ya, le platiqué. “¿Y si no pasas qué vas a hacer?” No, pues, me regreso. “Pero si está lejísimos Matamoros”. Pues sí, pero yo voy a pasar el examen. “Órale, pues. A ver profe, anótemelo usted”. Y me anotaron.

Salí muy contento y ahí estaba, recargado esperando. Estaba un señor con  su hijo. “¿Qué pasó?” Ya, le platiqué todo mi asunto. “Pero, cómo es posible que te manden así, padres irresponsables”. Pues sí. “Este es mi hijo”. Nos saludamos. “¿Traes dinero?” No, pues, traigo como quince pesos. “Bueno”.
“A ver, todos a formarse por estaturas”. Nos formamos y empezaron a distribuirnos de cuarenta por salón. Así nos fuimos cada quien a su grupo y antes de pasar nos dijeron: “padres de familia, mañana se da el resultado, hoy sólo es el examen, pero mañana a las nueve se dará el resultado. No queremos a nadie que nos esté insistiendo porque estamos ocupadísimos y la SEP ha dado solamente 155 becas y son todas. Para 600 solicitantes. Y nadie reclame porque va a haber policías y no queremos que los maltraten. Los que escuchen su nombre son los únicos que tienen  derecho a la beca, dormitorio y todo.”

Ya, pasamos a los salones, presentamos examen. Yo sentí que fue rápido, fui uno de los primeros, el quinto o sexto, y me sentí bien. El maestro todavía me regresó, “dale otro repaso, es tu beca”. Ya maestro, no tengo que hacerle nada. Entrego y me salgo. Fui con el señor a esperar a su hijo y esperamos bastante. Ya, salió y “vamos”, nos agarra de la mano y nos vamos a Tixtla. En el camino fuimos platicando, era como un kilómetro de distancia. Hay una laguna muy hermosísima, grandísima esa laguna. Llegamos Tixtla y fuimos al mercado a comer un guiso muy sabroso, enjitomatado, se chupa uno los dedos. Luego fuimos al parquecito de Tixtla y buscamos un hotel. Me bajó unos tapetes bajo la cama y ahí me quedé. Mañana tempranito vamos a almorzar y luego vamos al examen.

Al día siguiente nos levantamos, nos lavamos la cara y ahí vamos al mercado a desayunar. Nos fuimos a la Normal y cuando llegamos ya estaba el sonido. “Pongan mucha atención, los alumnos que oigan su nombre pasen el centro como los vayamos nombrando. Son los únicos que tiene derecho a beca; los demás, como quedamos, que les vaya bien, porque tenemos mucho trabajo”. Fulano de tal, etcétera. Yo fui como el número siete y estaba plática y plática, no escuché mi nombre la primera vez, ni la segunda. ”Por última vez, Cruz Zúñiga, Isaías ¿No está?” Ya que me adelanto y me regañan: ”¿Qué te  pasa,  estás sordo o qué”. No, pues yo… Estaba feliz, quería zapatear, reír, gritar de gusto porque tenía mi beca. Mi amiguito no se queda y se despidieron de mí muy bonito,  me desearon suerte y se fueron llorando los dos. Yo me quedé feliz.
Cuando uno llega te castigan los mayores. La primera noche que estuvimos ahí nos reunieron a los nuevos y nos dijeron que íbamos a agarrar gambusinas. ¿Qué son? “Son unos animales que salen de noche y están peladitos, no tienen plumas y son bien sabrosos”. Ahí vamos como veinte. Aquí en esta peña los haremos. “Quítense la ropa completamente, porque si los huelen no se arriman”. Ya, todos nos quitamos la ropa. “Despacio vayan por allá, no juntos, por allá… Son como palomas, no hacen nada, las agarran y las traen”. Como no descubrimos ninguna regresamos a la peña. ¡Nos habían recogido la ropa y se la llevaron! Ahí vamos, todos encueraditos a la escuela y nos esperaban con botes de agua: “¡eh, cochinos, chilones” y nos bañaron a todos. Cosas muy bonitas ¿no?

En Ayotzinapa fue mi compañero de grupo Lucio Cabañas Barrientos, de aula. Yo terminé pero él no, porque se dedicó a la política. Se fue al Mexe en Hidalgo y perdió mucho tiempo. No aprobaba los cursos y yo supongo que terminó por el 63, cuando hubiera salido conmigo en el 59. Era un hombre, un muchacho de origen indígena. Hablaba náhuatl, y cuando estuvimos en primer año quiso que lo nombráramos secretario general de la Normal. Nos reíamos, “estás loco. Cómo crees, hay gente mayor que lo hará mejor. ¡Estamos en la secundaria!”. Pero él insistió y duro y duro. Una vez lo candidateamos, de tanta insistencia. Cuando se paraba decía, con mucha lentitud: “desde el Bravo al Suchitate, del Oriente al Poniente, todos somos hermanos” Agarrábamos las migajas y ¡sopas! en la espalda. A la siguiente asamblea fue el secretario general de la Normal, de la sociedad de alumnos de la Normal Raúl Isidro Burgos de Guerrero.

Fui seleccionado en carreras de cien, doscientos, cuatro por cuatrocientos y ochocientos metros. Me encantaba correr, y en ese aspecto me distinguí. Ahí conocí a mi amigo Marino Ramírez Torres, y prácticamente a él le debo todo lo de vestir zapatos y todo, él era de familia rica y tenemos la misma estatura, sólo que él es güero, de ojos verdes, y yo soy morenito. El compartió conmigo todo lo que le enviaban: zapatos, botas y todo. Cada mes nos daban también un PRE que alcanzaba para el cine, un pozole en Tixtla y para bailar a los huateques, como les dicen allá. Llegué en 54 y salí en 59, fueron también seis años, tres años de secundaria y tres de Normal, ya salimos titulado de maestros. Mis calificaciones fueron muy buenas, participé mucho en deporte y los poblanos fuimos, durante seis años, los campeones de atletismo. Jamás pudieron vencernos. Éramos diez poblanos; Juan Cadena, maratonista y otros. Uno de ellos se fue al colegio militar y en este momento es general de división. Nos llevábamos bien.


Cuando terminé la Normal sucedió algo un poco triste, porque pido dinero a mi padre que no me manda, teníamos que comprarnos el traje, el anillo y los zapatos, y sólo tuve para el anillo. Alquilé el traje en Chilpancingo y los zapatos no recuerdo si los compré o también los alquilé. Se hace la clausura con Carlos Campos y la sonora no sé qué, en una terraza preciosa que tenía la Normal. Yo andaba con una chica que se llamaba Perla, que era de la farmacia y después no supe nada. Me regresé para el rancho. Un día me llegó un correograma diciéndome que tenía yo ya mi lugar en María Andrea, una población que divide el río San Marcos entre Veracruz y Puebla,  a un pasito de Poza Rica, en la mera Sierra. Me presenté aquí en Puebla, en la SEP, se me dio mi orden y nadie sabía dónde quedaba María Andrea. Tuve que ir a México, de ahí tomé el camión a Tampico y me bajé en Villa Juárez, hoy Xicotepec, de ahí preguntando me fui a María Andrea. Pero esa es otra historia, porque la de Ayotzinapa aquí termina.