jueves, 30 de noviembre de 2017

La india bonita


A principios del siglo XX, la imagen idílica del indio prehispánico parecía revalorarse en ciertas publicaciones, mientras se denigraba al indio contemporáneo en otras, la mayoría. No era algo nuevo en la visión del mexicano acomodado (y afrancesado) sobre ese sector de la sociedad. Federico Gamboa citado, por Carlos Monsiváis, narra en su novela Santa de 1903 el deambular de los pobres por las calles céntricas de la capital:

“... si la comezón aprieta y la policía rasca, sale a la cara la lepra social, se ven en las calles adoquinadas, las de suntuosos edificios y de tiendas ricas, fisonomías carcelarias, pies descalzos de los escapados de la razzia, que se escurren en silencio, a menudo trote, semejantes a los piojos que por acaso cruzan a un vestido de precio de persona limpia. Caminan aislados, disueltas las familias y desolados los parentescos: aquí el padre, la madre, allí el hijo por su cuenta, y nadie se detiene, sabe a dónde van, al otro arrabal, al otro extremo, a la soledad y a las tinieblas”.1

La larga lucha revolucionaria suspendió momentáneamente las reflexiones en torno a la identidad del mexicano. Eran tiempos difíciles, cualquier descuido costaba la cabeza. Sin embargo, al terminar la etapa -digamos bélica- de la lucha revolucionaria, hacia 1920, grupos ya establecidos años atrás y muchos otros nuevos discutieron, ahora con presuntas bases científicas, el asunto nacional, el futuro del indio y las enigmáticas ruinas arqueológicas hechas por las importantes civilizaciones del pasado, ya desaparecidas.

Sin embargo, a principios de los años veinte México no era todavía una nación ni llevaba trazas de llegar a serlo porque carecía de un bagaje de experiencias, de sentimientos y de aspiraciones que todos compartieran; opina Daniel Cosío Villegas en sus Memorias:

“Confiar la unificación de un mestizaje meramente biológico, era desconocer que en 400 años el progreso había sido muy lento y los resultados bien parciales. Porque el hecho era que subsistía una gran masa de indios puros, al lado de un sector minoritario de mestizos y unos cuantos que generosamente podían llamarse blancos”.2

A fines de la guerra revolucionaria confluían en la sociedad contrastantes visiones sobre lo popular y lo indígena, ilustra Ricardo Pérez Monfort en Estampas del nacionalismo popular mexicano. En la película Tabaré de 1918, por ejemplo, el personaje principal era descrito como un “indio joven, de alta estatura, de fuerte musculatura, de mirada impasible, huraño, nervioso y reservado”, que correspondía a la visión estereotípica del indígena prehispánico que provenía del discurso nacionalista porfiriano, plagado de exotismos y mitificaciones. En contraste, la imagen contemporánea del indio que ofrecía el propio cine, el teatro, los dibujantes y los fotógrafos insistía en su condición de salvaje, paria, raza doliente, harapienta y servil.3

En esta época aparece también el estereotipo del indito mexicano que ha sobrevivido hasta nuestros días. El lenguaje, el vestido, los accesorios, la forma de andar, algunos rasgos de comportamiento y ciertos argumentos “típicos” formaron parte de la imagen popular del indígena. Pero los esfuerzos para descartar la imagen del indio fueron mucho más lejos. Era menester ilustrar a la población en la apertura de criterios estéticos que incluso pudieran apreciar la belleza indígena desde parámetros no convencionales. Lo convirtieron en estampa, en cliché, cincuenta y seis etnias confluyeron por los gestos y actitudes serviles del celebrado personaje del indito.


En su investigación, Ricardo Pérez Monfort nos cuenta cómo en 1921 se celebra el concurso de la India Bonita en la ciudad de México, bajo el patrocinio de El Universal de Félix F. Palavicini, reuniendo a diez muchachas finalistas oriundas de diversas comunidades indígenas del país. La ganadora, María Bibiana Uribe, fue descrita así por el periódico:

“Ha llegado a nosotros acompañada de su abuela, una india pura de raza meschica que no habla español. Viene de la sierra, donde nació y vivió y aún trae un huipil atado a la cintura. Hoy posee tres mil pesos y una enorme cantidad de obsequios y al verse rodeada de tanta gente desconocida piensa en la leyenda del bello príncipe Tonatiuh que unió sus destinos a los de una plebeya que tenía nombre de flor. Se llama María Bibiana Uribe y tiene 18 años.”4


Manuel Gamio escribió en El Universal Ilustrado una justificación de aquel concurso, que tituló: “La venus india”, citado por el propio Pérez Monfort:

“El triunfo de la India Bonita ha emocionado a todos, a las minorías blancas por lo original de su caso y por cierta piadosa simpatía hacia la raza doliente; ésta última a su vez ha vibrado entusiasta e intensamente al mirar enaltecida a la virgen morena, a quien las multitudes indígenas sienten que alienta su alma ancestral y palpita transfigurada y florida, su pobre carne de parias.”5

Entre folclores y originalidades, la necesidad de integrar a los indios al elemento nacional pronto fue prioritaria. En 1926, el secretario de Educación Pública, Manuel Puig Casauranc, al definir el “material humano” de México decía: “El pueblo de México, el indio de México y el mestizo de México no son elementos étnicos inferiores sino grupos sociales abandonados” y proponía su rápida integración a través de programas educativos tanto para los indios como para los mestizos.

Ese mismo año, la SEP contribuyó a la formación de lo que llamaron “tribus de exploradores”, una versión mexicana de los boy scouts, cuyos miembros se organizaban con grados de nombres nahuas: tequihuas o tlacatecuhtlis. Las tribus se identificaban con el nombre de una etnia, estaban los nahuas, toltecas, texcucanos, tarascos, otomíes y otros. Cada año –se afirma en  Tihui, órgano de las tribus de exploradores mexicanos de la SEP-, intentaban “resucitar tradiciones para hacer patria, celebrando las fiestas simbólicas más bellas que efectuaban los antiguos mexicanos”.6 

Desde la ciencia, Manuel Gamio, el pionero de la antropología mexicana, ve en el nacionalismo un acercamiento racial, la unificación lingüística y el equilibrio económico de los grupos sociales. Nace la idea de la educación sistemática a los pueblos indígenas que con José Vasconcelos se elevará a dimensiones de epopeya mestiza. Según el antropólogo Arturo Warman, Gamio sintetizó en su proposición todas las corrientes del indigenismo porfiriano: la racista, la culturalista, la educativa y la economicista. Al sintetizar no tuvo más remedio que coincidir con las tesis medulares de esas corrientes y también planteó que el indio debería dejar de serlo. Solo cuando les convino, pues en 1922, su jefe José Vasconcelos entrega una estatua de Cuauhtémoc al pueblo de Brasil en Río de Janeiro. El entonces ministro de educación cerró su discurso con estas significativas palabras:

“... es menester despojarnos de toda suerte de sumisión para mirar al mundo, como lo mira ese indio magnífico, sin arrogancia, pero con seguridad y grandeza; seguros de que el destino de pueblos y razas se encuentra en la mente divina, pero también en las manos de los hombres, y por eso, llenos de fe, levantamos a Cuauhtémoc como bandera y decimos a la raza ibérica de uno y otro confín: sé como el indio; llegó tu hora; sé tú mismo”.7

Para lograr el caro ideal de la unificación nacional, Manuel Gamio diseñó un camino original y novedoso: la integración.8 Propone no abandonarlos “a su suerte”, sino crear una política estatal que fomente el progreso indígena, mejorando su economía. Para acabar con el indio convirtiéndolo en mestizo, es menester, apunta Gamio, “investigar y satisfacer sus necesidades y aspiraciones biológicas, culturales y psicológicas”.9 Propone que el indio se incorpore a la población nacional aceptando los “valores positivos” de Occidente como la economía, la lengua, la ciencia y la tecnología, la organización política y, por supuesto, la idea del progreso manifiesto. La nación (u Occidente) absorberá en cambio los “valores positivos” indígenas como el arte, la sensibilidad y, en primer término, la historia. Gamio profetiza que de esta fusión surgirán una cultura nacional, una patria fuerte y equilibrada, sede de una raza cósmica como diría José Vasconcelos que, como siempre, agregó: “El nacionalismo es la “orientación” de todo sistema educativo.10


Y así les fue.

CITAS

1 Monsiváis, Carlos, Aires de Familia (cultura y sociedad en América Latina), Anagrama, 2000,  p. 17
2 Cosío Villegas, Daniel, Memorias, FCE, 1976, p. 90
3 Pérez Monfort, Ricardo, Estampas del nacionalismo popular mexicano, Colección Miguel Othón de Mendizábal, CIESAS, 1994, p.166
4 Pérez Monfort, Ricardo, Ibid, pp.162-163
5 Pérez Monfort, Ricardo, Ibid, p.163
6 Pérez Monfort, Ricardo, Ibid, p. 169
7 Monsiváis, Carlos, Aires de Familia, Ibid, pp.128-129
8 Warman, Arturo, De eso que llaman antropología, ensayo Todos santos y todos difuntos, 1972, p.27
9 Gamio, Manuel, Consideraciones. Sobre el problema indígena, Instituto Indigenista Interamericano, 1948, p. 5
10 Vasconcelos, José, en Monsiváis, Ibid.

Fotos
El Universal/ biblioweb.tic.unam.mx


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jueves, 23 de noviembre de 2017

Nahuatlización


Las preocupaciones del mundo contemporáneo giran en torno a problemas con mayor prospectiva que ese asunto decimonónico de la nacionalidad. Cuando los altermundistas buscan vías de desarrollo alternas a las decadentes estrategias bélicas del primer mundo, llama la atención que haya quienes se sigan preocupando por discutir un tema rebasado por la disipación de las fronteras a través del internet y una preocupación global por el destino biológico del planeta Tierra, que incrementa sus síntomas de calentamiento y amplía a cada minuto sus agujeros de ozono polares, deshielo y deforestación: el patriotismo.

Tal vez porque los mexicanos siempre llegamos tarde al debate de las ideas, creo que el tema de la patria y la nacionalidad nunca como hoy debe estar en la palestra de las preocupaciones mexicanas, cuando es menester externar enérgicamente una preocupación real por lo que somos en conjunto, no solo por nuestro peculio o partido al que pertenecemos, sino por el presente de nuestros hijos que merecen una sociedad mejor que esto que les entregamos.

El etnocidio no fue un objetivo en sí mismo sino una consecuencia del conjunto de acciones que sostuvieron a la institución indigenista, hasta su aniquilación del año 2000. Por lo pronto, el resto de los mexicanos sigue tendiendo una distante, desinteresada, folclórica idea de las etnias mexicanas, y en verdad les interesa más la entrega de los oscares, el super bowl y las supuestas oportunidades de un sistema económico que nunca ha funcionado a favor de los pueblos, que la vida y obra de sus presuntos hermanos. Esa inquietud, tardíamente discutida, no cuenta con el aval de la SEP ni de las familias de las ciudades, ni la costumbre moderna de preocuparse sobre ciertas cosas urgentes o de moda: el cuerpo, la disco, el videojuego, la televisión por cable.

El calentamiento global, el hambre. Los esfuerzos de los canales culturales por transmitir algo de los pueblos originarios, siempre con grandes limitaciones, han cumplido un papel como avanzada de lo que traerá el siglo XXI en el tema mexicano.

Los mexicanos tendrán que reconocerse tarde o temprano en los pueblos originarios y eso los fortalecerá, la lamentación consiste en que, si hubiera sido en 1930 cuando se tuvo la oportunidad, es decir, si el indigenismo mexicano hubiera tenido propósitos más objetivos, seríamos otro país al que conocemos.

Hoy es un problema de sobrevivencia nacional y acercarnos a las culturas originales mexicanas muy pronto será una prioridad. No es que intente jugar un papel de profeta, sino que sus signos sociales ya son evidentes para los estudiosos.

En nuestra vida cotidiana, en el trabajo, se ven claros signos de que México vive una progresiva y creciente nahuatlización.



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jueves, 16 de noviembre de 2017

Huateque/ Test de mexicanía


Noche en ofrenda de Muertos. En la ofrenda de muertos toda clase de platillos preparados para muertos y vivos sobre un petate oaxaqueño. Todos los que aparecían fotografiados en la ofrenda tenían su mezcal muy bien servido, había tamales y atole, vasitos con esquites, platos de guajolote en mole, en chile guajillo o en mixote.

En una tilma bordada donde había jicaritas con cacahuate y chocolate; axiotes humeantes acompañados de totopitos con aguacate. No faltaron las caguamas y las jícamas con chile. En un comal echaban a freír tomates, ejotes, nopales y chile; a un lado, elotes y chayotes tatemados.

Los escuincles en el chapoteadero jugaban a la matatena, otros chamacos volando papalotes masticaban chicle y los cuatachos chupaban con un popote de hule tragos de agua de cacao, tepache y tesgüino. Había un titipuchal de comida, chapulines, pozole, sopes y garnachas.

En unos guajes postres sobre un ayate que contenían capulines y chicozapote, otros de tejocote con miel. Sobre el tapanco, encima de unos huacales amarrados con mecate, sobre unos petatillos de amate, jícaras pequeñas con copal tatemado y otras jícaras más grandes con flores de cempasúchitl.

Estuvimos ahí fumando como chacuacos, las señitos dándole chichi a los chilpayates, agarradas del chongo como siempre, porque son bien chimoleras. Se puso del cocol y el cuate de mi compadre, el cuico, que es coyote, llegó todo entacuchado con sus huaraches de hule como juez de paz. Las señoras con sus huipiles pusieron pinole para que llevara de itacate, uno de piochita, que es muy mayate y trabaja de pepenador, lo consiguió en la tlapalería del tianguis. Armamos tremendo mitote. Anduve de pilmama de unos achichincles del tlatoani, pero igual quedaron todos chimuelos llenos de chipotes de tanto andar en el huateque.



*Si has entendido todo, no eres extranjero.


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sábado, 4 de noviembre de 2017

El rumbo de la asimilación indígena de México


En las primeras décadas del siglo XX el gobierno de México institucionaliza el indigenismo para ser aplicado como estrategia de desarrollo económico de las regiones. El Estado mexicano asume la estrategia de la integración, la asimilación, buscando uniformar las diferencias étnicas y culturales de los mexicanos a favor de un antiguo ideal de igualdad.

La asimilación tenía una larga historia desde que, tras la Independencia y a lo largo del siglo XIX, fue discutida por los intelectuales que coincidieron en que la educación era el vehículo adecuado para llevar a cabo esa asimilación, aunque hubo voces que la consideraron peligrosa.

Al término de la Revolución la asimilación fue formalizada “científicamente” por Manuel Gamio, que la asume desde el indigenismo desde un programa de antropología ambicioso e inteligente. Gamio proponía estudios integrales para conocer y valorar a las comunidades indígenas, para facilitar el trabajo de la asimilación. En los siguientes años, los buenos deseos y las complejidades técnicas de los antropólogos fueron absorbidos por los archiveros de las dependencias de los sucesivos gobiernos revolucionarios.

No había que darle tantas vueltas, la asimilación significaba convertirlos en campesinos mexicanos hablantes del español; el indigenismo, en la práctica, con sus experimentos esporádicos, fue consagrado a castellanizar al indio por medio de la educación y a negarles, hasta 1992, alguna personalidad cultural.

El indigenismo se implementa como estratagema para el tratamiento del asunto indígena a través de departamentos, escuelas, albergues, oficinas y dependencias que terminaron convirtiéndose en el Instituto Nacional Indigenista en 1948. La nueva burocracia asumió desde sus inicios que los mexicanos nada querían saber de la otra mitad de su pasado, la indígena, negándose a escuchar las voces discordantes. El Indigenismo tendría supuestamente otras prioridades: abatir la miseria prevaleciente en las regiones de México; imponer el español como idioma único de los mexicanos; educar y capacitar a los indígenas y campesinos de México para que pudieran ser el motor del desarrollo económico e industrial del país. Fracasó en todas, aunque, tras nueve décadas, hay que apuntarle algunos éxitos cuando los mestizos mexicanos de hoy no conocemos ni los nombres de los pueblos originarios, mucho menos las cualidades herbolarias, lingüísticas, artísticas, agrícolas o sociales que muestran hoy las culturas indomexicanas, encendidas y vigentes.

Contemporáneo a estos hechos, Miguel Othón de Mendizábal hizo desde 1922, a través de escritos, conferencias, cátedras y comisiones gubernamentales que encabezó o en las que colaboró; como educador y fundador de algunas de las instituciones más importantes de este país, una enérgica defensa a favor del indígena tomando en cuenta sus aportaciones culturales, sin despojarlo de su raigambre étnica, de su lengua, rasgo que lo distingue de sus contemporáneos, que decidieron hacer exactamente lo contrario.

Mendizábal propuso un indigenismo político, empezando por solicitar que los indígenas fueran reconocidos en la Constitución Mexicana como comunidades culturales, y no como individuos particulares. Y una vez hechos sujetos culturales por las leyes, establecer estrategias de acuerdo a las zonas geográficas que habitaran, crear una procuraduría indígena dedicada a defender los derechos constitucionales de las comunidades, defenderlos del abuso de los cacicazgos y poderes locales prevalecientes, para que ellos pudieran proteger la distribución de sus productos; hacerlos sujetos al crédito, permitirles el uso de tecnología y, a la par de aprender español, cultivar su lengua autóctona, que para Mendizábal era más que un idioma, era una forma de ver el mundo que pertenecía a las regiones, que guardaba sabidurías antiguas y que, en realidad, pertenecía a los propios mestizos mexicanos, pues era parte de su pasado en una mitad, por lo que deberían apropiárselo, antes que distanciarse de él. Pero Lázaro Cárdenas no lo escuchó. Y si lo hizo, como muestran ciertas evidencias de su cercanía con el Tata, cambió radicalmente de opinión, constituyó el indigenismo exactamente hacia el otro lado: no había nada qué conocerles. Ellos debían hacerse “mexicanos”.

La imagen del indio fue estereotipada en los más diversos soportes (cine, comedia, carpa, canciones, periodismo, familias), desde entonces sería una figura decorativa de nuestro folclor, un bufón, la imagen viva de la miseria y la insalubridad, del deterioro moral y físico. “Lo único que no es posible escatimarles –observó el periodista Fernando Benítez–, es ese carácter del que no podemos despojarlos: son nuestros compatriotas”.

Y sí, lo son.



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